Radiografía del odio

Odiar es aferrarse al contraste entre el blanco y el negro. Es ver al otro como el malo y a mi como el bueno. Es sentir que mi razón es más poderosa que la suya.

Odiar supone abrirle en canal para extirparle el alma y así creer que ya no es humano, y que no es semejante a mí.

 

Y desde este lugar ya puedo odiarle. Ahora sí puedo cargar toda mi rabia y mi miedo en él. Puedo enmascarar con mi odio todos mis temores en lugar de reconocérmelos. El  que odio me hace el favor de quedarse con todo lo que no soy capaz de comprender, con lo que no permito, con mi intolerancia y lo que traspasa mis propios límites.

Vacio mi papelera y se la tiro. Ahora tiene toda mi basura. Toda la inmundicia es suya, y todo lo imperdonable. Incluso posee el poder del mal. Y además yo le odio. No sólo se queda con todo lo que yo no quiero, sino que también le rechazo. Le coloco al otro lado del bien, donde yo estoy. Al odiarle me cargo de razones, mi ego ya tiene un enemigo y se queda tranquilo. En vez de mirar hacia adentro en lo que me sucede, ahora ya puedo entretenerme mirando al otro. Incluso puedo evocar este odio cada vez que sienta la más mínima intención de ver en él un ser humano.

Pero antes o después la verdad y la mentira pierden fuerza y dejan de sujetarse. Cualquier experiencia, sin que yo quiera, me pone delante de las narices una sensación incómoda, susurrándome que no tengo toda la razón, que mi verdad no es absoluta.

Y es que esto de odiar requiere un esfuerzo continuo, supone estar alerta las 24 horas, porque sino el odio se desdibuja. Su color oscuro se aclara en cuanto le da el sol. Y cuando esto sucede nos quedan dos caminos. El de avivar el odio tiñéndolo nuevamente de oscuro con toda clase de recuerdos, o el de permitir que con el tiempo pierda el lustre tenebroso del principio.

Pero, ¿y si el otro me ataca mientras que yo bajo la guardia?. Cuando el odio encoje, yo siento que menguo con él. Pero a la vez siento que dejar de odiar no significa que yo pierda la capacidad de defenderme. Sólo quiere decir que puedo ir más allá de toda la maldad que le atribuyo, para descubrir que el otro tiene sus motivos, que defiende lo que cree que debe como yo, y que lo que hace, lo hace por él y no por mí.

He aprendido que dejar de odiar es comprender que la razón de ser del otro no soy yo. Pero sobre todo sé que dejar de odiar supone girar la cabeza para dirigir la mirada hacia mí y ver lo que me da miedo aquí dentro. Es abandonar la lucha. Y si entonces siento que mi verdad se tambalea, es el momento de admitir que mi sentimiento de odio no tiene que ver con él, sino conmigo.

Dejar de odiar es reconocer que el otro es tan humano como yo y que odio porque amé. Dejar de odiar merece la pena porque nos libera.